03 junio 2007

La Watch Tower

Venga, coño, que os veo muy serios, muchos creeis que no hay esperanza en este mundo, y que lo que es, es, y lo que no es, no es, pero Diógenes y yo hemos comprobado que todo fluye, y que lo que parece fijo e inamovible puede convertirse en su contrario, o mejor, en algo harto ponderado.
Así, queridos y queridas, que no desfallezcáis, ¡Torres más altas han caído!

Vuestro amigo Toby que cada vez se va pareciendo más a aquellos cínicos antiguos (prefiero tener un perro a tener una mujer) hizo un día tambalearse los cimientos de la “Watch Tower”. La cosa sucedió así:
Pasábamos nuestro Diógenes y yo por delante de uno de los Salones del Reino de los Testigos Cristianos de Jehová de nuestra amable ciudad condal, y había una amable concurrencia a las puertas como es habitual antes del culto; pero resultó ser menos amable de lo que parecía.
El primer grupito al que le pedí una moneda sobrante o de la que pudieran disponer para ofrecernos a este (nuestro cánido amigo) y a mí, mostrose absolutamente refractario a nuestras palabras (Diógenes no habla, pero piensa).
No perdí ni mi empuje ni mi buen humor, y al solicitar para ambos el auxilio del segundo grupo lo hice con palabras más persuasivas, en tono más encantador y a un volumen algo más alto, con la intención de matar dos pájaros de un tiro:
1º Asegurarme de ser realmente oído y
2º Dar así una oportunidad al primer grupo para recapacitar, pues estaba seguro de que después de oír mi segunda petición sus corazones se aflojarían tanto como sus bolsas, y vendrían corriendo emocionados a ofrecerme sus sonrisas y el contenido de sus carteras. Esperaba iniciar así una corriente de simpatía hacia nosotros que se propagaría por todos los concurrentes haciendo que llovieran las muestras de amor, las carteras, los huesos bien carnosos; las camas mullidas, las caricias más tiernas y el lugar de preferencia en el culto. Suponía incluso que hasta podrían declararnos hijos predilectos del templo. Pero no sólo no pasó esto sino que ninguno de los dos grupos se inmutó o reaccionó en modo alguno.
.- Duros desde luego son, -dijo para mis adentros acaricando a Diógenes- aunque no sé si lo son de oído, de entendederas o de corazón.
Y esperé que no lo fueran de corazón, pues predican el Reino de Dios, y a mí mi secta cristiana me había enseñado que Dios es Amor, y no hubiera querido yo en nadie tal contradicción entre los actos y las creencias, pues sé que el despertar a la conciencia de tales contradicciones es doloroso, y que lo es mucho más si mucho se persevera en la contradicción. Y así, en un afán curativo –cínico, os digo- abordé al tercer grupo aunque a mitad de mi discurso cambié el destinatario a todos los circunstantes y paseándome entre ellos fui exclamando:
.- ¿Qué no será posible que entre todos vosotros, buenas personas que predicáis el Reino de Dios, haya alguno que tenga una moneda para darnos, o que entre todos podáis reunir algunas para darnos a nosotros que las necesitamos?
.-No son, os lo aseguro, para comprar vino ni nada malo, sino por que nos hace falta, y sería caridad cristiana que nos ayudaseis y una buena obra para hacer méritos… Pero mi elocuencia no obtuvo resultados y todos fingieron de manera excelente no sólo no haberme oído, sino incluso no verme. Y esto me dio una idea, y hete aquí que vuestro amigo, que cada vez permite menos al pensamiento convencional interponerse en sus decisiones, se sorprendió oyéndose exclamar:
.- ¡No me ve nadie!
Y fingiendo adentrarme poco a poco en la sorpresa, seguí diciendo:
.- ¡Dios mío, no me ve nadie, soy invisible!
Y haciendo como que me espantaba y me maravillaba a la vez del extraordinario suceso clamaba cada vez en voz más alta:
.- ¡Es un milagro! ¡Dios mío, has obrado un milagro!
Y tomando claramente conciencia de lo inconmensurable del suceso –la mano de Dios obrando directamente en el mundo, y a través de la persona de vuestro sentido amigo- empecé a gritar, ya fuera de mí, como quien tiene el deber de informar al mundo de un destacado suceso acaecido en su propia persona:
.- ¡Milagro! ¡Es un milagro! ¡Soy invisible! ¡Oíd todos! ¡Soy invisible! ¡Dios ha obrado en mí un milagro! ¡Soy invisible! ¡Nadie me ve! ¡Es un milagro!
Mientras, los Testigos de Jehová iban entrando en el Salón del Reino, tan parsimoniosos como si entraran realmente en el Reino de Jehová y a mí no me hubieran visto.
Quedamos solos a la puerta Diógenes, yo, y el primer grupo de tres personas que habíamos abordado: una mujer negra y dos hombres, y como todo tiene dos partes, ahí va la segunda parte:

Recuperé más o menos mi estado normal, me acerqué a ellos y volví a pedirles, insistiendo en que únicamente necesitábamos que nos ayudaran con alguna moneda.
El primer hombre contestó que no podía hacer nada, pues yo era invisible.
La mujer me dijo que no podía darme nada pues nada llevaba, debía creerla.
El segundo hombre me dijo que ellos no daban dinero sino biblias.
Yo contesté a la mujer, con palabras que respondían a los 3, que desde luego que lo creía, porqué no había de hacerlo, yo creía todo lo que me decían, pero lo que me costaba creer era que de todos los que momentos antes estaban fuera ninguno tuviera una moneda de la que pudiera desprenderse sin demasiado dolo; y que me parecía difícil concebir que unas personas que predicaban el Reino de Jehová pudieran endurecer sus corazones de tal modo que ni siquiera miraran a una persona que les estaba pidiendo ayuda. Y que por ello había hecho esa comedia, un poco histriónica, de fingir haber sido objeto de un milagro, para que quizá pudieran darse cuenta que el amor que predicaban no se parecía a la indiferencia que otorgaban.
Argumentaron, para justificar a sus compañeros, que frecuentemente el dinero pedido en la calle se destina a usos ilícitos, improcedentes, o moralmente reprobables; pero la evidencia de mi sobriedad, de mi sano humor ético y de mis pies descalzos (cosas todas ellas que agudamente les señalé) bastaron para desmontar su argumentación.
Al final me entregaron sendos óbolos de 1/2 €. Los dos hombres; la mujer no, pues no llevaba dinero; y nos dimos tres apretones de mano para sellar la transacción.
Ellos quizá no sepan aún qué ganaron, pero yo sí:
Había hecho tambalearse la Watch Tower, ¡y les había cobrado por ello!

7 comentarios:

Gabriel Antón dijo...

tremendo!

Ana dijo...

Chico... me ha recordado al Lazarillo de Tormes!

Otra cosa te diré: son unos tacaños, vale?

Cuídese :)

Pareidolia dijo...

Siempre redordaré, esperando el autobús que me iba a llevar a mi casa tras una nochevieja empapada por alcohol, cuando un par de testigos de Jehová me pillaron a eso de las 9 de la mañana. Me dieron ganas hasta de invitarles a un café, oiga. ¿No celebran la Nochevieja?
Tacaños no sé, pero entregados son un rato...
Saludos
P.D.: ¿qué te compraste con la gran fortuna que te dieron?

Jorge dijo...

jajaja... me he reído un rato con lo de la invisibilidad

Anónimo dijo...

¡ qué buenoo!

Antígona dijo...

Qué peligro tienes, huelladeperro. ¿Y no te regalaron también una biblia? Yo se la hubiera pedido, para luego venderla :P

Y por supuesto que son unos tacaños, además de estar en general bastante forrados. Sólo hace falta ver los cochazos que aparcan en las cercanías de los Salones del Reino.

huelladeperro dijo...

yo también lo pasé bien